lunes, 1 de diciembre de 2014

Bitácora de viaje: Marruecos (I)

El avión Airbus A-320 de la compañía Vueling tomó tierra en el aeropuerto internacional IBN Battouta (Tánger) a la hora prevista. Con mi "gorra viajera" calada hasta las cejas y la música de Indiana Jones sonando en mi cabeza, desembarqué con gallardía, levantando la barbilla y fijé mi vista en el salvaje horizonte que ante mi se abría, disponiéndome a vivir, por segunda vez en ese país, una nueva y flamante aventura de las que figuran en mi anecdotario personal.

Por asuntos familiares, la señora "Ojos del Gato" se encontraba allí desde hacía unos días y, si todo marchaba correctamente estaría esperando mi llegada, como una nativa más, camuflada con los atuendos propios de su tierra; chilaba y pañuelo, abordo de un camello equipado con un par de timbales para distraerse por el largo y peligroso camino, seguida por una caravana de serviciales bereberes que, a bordo de sus correspondientes monturas, transportarían Haimas, Shishas, té, dátiles y demás enseres para la travesía, por las lindes del Sahara. 

El paso por la frontera fue relativamente rápido. Me sorprendió comprobar que los policías nativos estaban equipados de un uniforme, más o menos similar al usado en Europa, con un revolver en su cinto, en lugar de una cimitarra y un turbante en la cabeza, como también me sorprendió saber que la "peligrosa travesía" se efectuaría a bordo de un Citroën C-3, en menos de dos horas y por autopista. 

Vaya. Para ser la segunda vez que pisaba Marruecos, no iba muy bien encaminado. 

El viaje fue silencioso. Lo pasé observando los grandes espacios abiertos que separan Tánger de Larache, avanzando por un cambiante, y casi pintoresco paisaje, que discurría entre colinas y zonas escarpadas, cruzando humedales y bosques, contando las numerosísimas mezquitas que salpican el paisaje y, sobre todo, comprobando lo espantosamente mal que se conduce en aquel país. No iría tan desencaminado con lo de los camellos, que haberlos los había. Pastaban tranquilamente al borde de una zona pantanosa, en una manada de cinco o seis especímenes. Debía hacer relativamente poco que estaban utilizando vehículos de motor, porque si no, no era capaz de entender la forma, casi suicida, en la que se conduce por allí. 

Cerca de hora-y-tres-cuatros después de nuestra salida del aeropuerto, llegamos a Larache. Nada más poner un píe en tierra sentí como docenas de ojos se centraban en mí. La discreción no estaba a la orden del día en aquellas tierras. Mujeres, hombres, niños, gatos... todos me escrutaban como si no hubieran visto un europeo en su vida, y mira que Larache estuvo, no hace tanto, llena de españoles, durante la época del protectorado, incluso después de la independencia de Marruecos muchos se quedaron. 

Durante la tarde, cumplidas las formalidades que motivaban mi viaje hasta tan remotas latitudes, mi señora, ataviada con ropa de lo más occidental, me acompañó por las calles donde había crecido, en un "tour" privado por su infancia y juventud, llenando la tarde de anécdotas y disimulada añoranza. 

Normalmente soy una persona de lo más común. No destaco por un físico especialmente atractivo, del montón, me atrevería a decir, ni por vestir de manera estrafalaria pero, en aquel lugar, no había forma de disimular mi presencia. Mis progresos por las calles de la localidad, día tras día, era seguida con curiosidad en la mayoría de las miradas, con disgusto por parte de los, supongo, más conservadores, desde luego de forma descarada por la gran mayoría, llegando a girarse a mi paso y mirarme, como el que mira un cohete subir, de abajo-arriba. Me sentía un poco una "super-star" (porque yo lo valgo).

Al hablar de miradas tengo que hacer dos menciones especiales: Una es de hace unos años, en mi primera experiencia en África. Paseando con unos amigos por el zoco de Tetouan, encandilado por la novedad, la juventud y la pintoresca variedad de artículos que raras veces había visto.

Desembocamos en la plaza Hassan II a la explanada del palacio Real de Tetouan, donde encontré un nutrido grupo de personas que miraban algo. Me acerqué por detrás, con curiosidad, y por encima de las cabezas de la gente observé un hombre mayor, sentado en el suelo, con el torso desnudo y una especie de "taparrabos", rodeado de vasijas y gente que escuchaba su cacareo. En un movimiento rápido intenté hacer una foto de la forma más discreta posible, por lo llamativo de la escena. Discreción necesaria, ya que había tenido alguna experiencia anterior con los nativos y la cámara, pero fui descubierto. El tipo del suelo me miró y tras decir algo, lógicamente en árabe, la multitud se apartó y me quedé frente-a-frente, como en un duelo. Sopló un viento seco que arrastraba algo de polvo y un par de plantas rodadoras, que pasaron botando ruidosamente. El tipo dijo algo, al ver que yo no reaccionaba, me preguntó, en francés, que si hablaba francés, a lo que negué con la cabeza porque, aunque no hablaba francés, si entendía algo de francés, e incluso podría haberle espetado en francés que no hablaba francés, que era una de las pocas cosas que sabía decir... en francés

El viejuno señaló la cámara e hizo un gesto con los dedos, que parece ser internacional, como frotando pulgar e índice, señal inequívoca que, para hacer la foto, tenía que pagar. Comencé a girar para marcharme, enseguida, el tipo del suelo, dijo algo, todos me miraron como si tuviera rabo y rompieron a reír ruidosamente. Años después, en la distancia y en la seguridad de mi casa, me parece algo bastante inocuo, incluso ridículo, pero en mi primera salida a un país extranjero, sin tener a mis acompañantes a la vista, y bajo la atenta mirada de un montón de personajes que, se me antojaba salían en la película de Disney "alladín", quise que se me tragara la tierra.  

La segunda anécdota es sobre mi visita a la lechería del barrio donde, el lechero, me había visto llegar el primer día, me había visto pasar y, sin duda, conoce a mi señora, la cual había comprado innumerables veces en su tienda por ser vecinos. 
Después de varios días allí, fui yo solo a comprar unos yogures caseros y unas tortas para la merienda, que hacen en la lechería, armado con unos pocos Dirham, la moneda local, y mi escaso nivel de árabe. La primera vez se sorprendió de que fuera yo quien, en árabe, le pidiera tres yogures y tres Dirham de "Harxa", animado por haber sido capaz, hubo una segunda visita, con intención de comprar lo mismo. Tras hacerme hueco y esperar mi turno, me encontré frente a frente con el lechero, el cual se me quedó mirando, exactamente de la misma forma en que se mira a alguien que va a contar un chiste. Al ver su mirada hacia mí, el resto de los nativos pareció darse cuenta de que "algo" gracioso iba a pasar, por lo que me encontré, rodeado de Larachenses esperando, expectantes, a que abriera la boca. Está claro que, cada vez que hablo árabe, alguien se tiene que reír.

Dormir, algo sagrado para mi salud, tampoco ha sido fácil en Marruecos. No quiero ser desagradecido, pero el colchón sobre el que dormía era un pico más duro que el titanio reforzado con acero. En el primer rato se agradecía el estar estirado sobre él pero, tras unas horas, la espalda se rebelaba. El primer sueño también podía ser algo complicado de encontrar ya que, parece ser, que los gallos en el país vecino le cantan a la luna, aunque este gallo, vecino de mi cama, el Pavarotti de los gallos, debía cantarle a la luna, a las estrellas, al amanecer, a las gaviotas, al sol e incluso a las moscas ya que, estando en casa, se le podía oír a cualquier hora del día o de la noche, en el momento más insospechado, marcándose los "bises" que fueran necesarios para su "público". Cuando al fin conseguía coger el sueño profundo comenzaba la "música de las mezquitas" que viene a ser cuando los imanes llamaban para Al-Fajr, el primer rezo del Salat, a voz en grito y desde los altavoces de lo alto de los minaretes. 




  






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