jueves, 9 de mayo de 2013

Caídas y más caídas.

Algo más de un mes y unos días, después de mi marcha de vacaciones nupciales, he retornado al trabajo y, mientas que trataba de acordarme donde está cierto producto, me he dado cuenta de que parezco un "pato mareado" vagando casi sin rumbo por el local.

Desde que he entrado me he sentido un tanto errático, intentando recordar algunas operaciones básicas con el ordenador que, hace bien poco, hacía con los ojos cerrados... tardo más del doble en atender a los clientes "de descuento" y ando francamente despistado para cualquier cosa...

Cuando bajo al sótano a por hielo suelo llevar el móvil, "por si las moscas", y recorriendo el camino hasta la cámara donde lo guardamos, he empezado a recordar el porqué cada vez que me acerco a una escalera, estando solo como lo estoy en "mi pecera", en medio de la noche barcelonesa, no me olvido nunca el teléfono.

Hace unos años, tras la ruptura con la que fue mi pareja por más de siete años, estaba solo en mi casa-zulo, colgando la bicicleta encima de la lavadora, en la galería, cuando perdí píe y me fui al suelo cayendo "a plomo" con todo mi peso y golpeando primero con la cadera. El dolor me dejó casi sin respiración, y durante más de media hora, agonicé en el suelo, sin saber si me había partido el fémur o si me estaría desangrando por la rotura de la arteria femoral, una de las que más sangre conduce a la parte inferior del cuerpo. Finalmente, casi una hora después, conseguí levantarme y andar, mientras se me saltaban las lágrimas a cada paso...

Este doloroso recuerdo, me llevó a pensar que de haber llevado el móvil hubiera recibido algún tipo de ayuda, o se me hubiera grabado en el fémur la marca del teléfono en caso de caer sobre él.

Aunque ya reconocí en su momento que "la tengo pequeña", la memoria, quiero hacer una recopilación de los más gloriosos "luisazos-contra-el-suelo" que me he dado, en forma de cuenta atrás, de más leve a más gorda. Y vamos a ello.

5.- Hace muchos, muchos años... (dijo el yayo) siendo un apasionado del ciclismo, el cual me ha proporcionado algunos batacazos, rasguños y moratones inolvidables, en el grupo, apostamos que "fulanito o menganito" avanzaría más en la playa reinante tras una una mega-cuesta. Una playa de arena blanca, mullida y llena de pequeños fragmentos de conchas.

Ante la espectación y algarabía general de mis compañeros bicimaníacos, mucho más abajo, a píe de cuesta, mientras supongo, apostaban cuantos díentes me iba a dejar en la arena, me lancé hacia abajo con mi "pavo-adolescente" empujándome hacia el desastre.

Ya cerca de llegar a la velocidad de la luz, de hacer el "salto hacia el hiperespacio", con los mofletes hinchandos por el aire, tras romper la barrera del sonido, y tras superar por velocidad cualquier atisbo de inteligencia e instinto de conservación, romper varios records mundiales (de estupidez), rompí una cosa más, o mejor dicho, se reventó: la cámara de la rueda trasera... no llegué a la playa. pasé a formar parte del asfalto y este pasó a ser parte de mí "epi-hipo-y-demis". Y como no es buena cosa recibir sin dar, me dejé el setenta-por-ciento de mi ropa en aquella cuesta. No recuerdo la reacción de mi madre al verme aparecer, ensangrentado y medio desnudo, pero creo que si lo recordara, este sería el "número cuatro" de esta lista.

4.-  Protección Civil es una parte importante de mi formación sanitaria. En todos los cursos que hice en los que pasábamos noche, alguno pillaba tal "tajada" que acababamos tirando de botiquín por resbalones, y cosas (etílicas) similares, aunque a veces se producía algún accidente que nada tenía que ver con el alcohol. 

En pleno rapel, en un curso de espeleo-socorro, colgado al menos a diez o doce metros sobre un río lleno de piedras, algún genio olvidó proteger la cuerda del borde rocoso y puñeteramente afilado, que tras el paso de unos veinte voluntarios voluntariosos, pero asustados ante su primer descenso, que se movían como sardinas epilépticas fuera del agua, acabó por comerse la suficiente cuerda como para que, en mi descenso, decidiera romperse con sutileza y gracia. Con suavidad. Con elegancia.

Después de esta, mi ángel de la guarda, necesitó tomar medicación. No me rompí las piernas porque elegimos el único sitio en varios kilómetros a la redonda con una poza lo suficientemente profunda como para que las rodillas no se me incrustaran en los tímpanos.

3.- Por aquel entonces empecé a cuidar yayos por cuenta propia, al encontrarme sin trabajo, en plena crisis, en un pueblo pequeño y terriblemente azotado por la crisis. Era mi primer servicio, al que me dirigía contento, animado y somnoliento en mi "scooter". Llegando a un cruce en el que debía tomar el camino de la derecha. A poco más de veinte metros, empecé a frenar, pero algo fallaba. Por mucho que apretaba la maneta de freno, la moto no aminoraba la velocidad.

Tiempo despúes, tras hablar con el mecánico, me comentó que no-se-qué-cosa tenía un poro por el que el líquido de frenos se había ido escapando durante la noche, de modo que, por mucho que apretara el freno, nunca hubiera funcionado. Por "suerte", un coche se interpuso en mi camino para ayudarme a parar (en seco), con el consiguiente "efecto catapulta".

Rotura de muñeca y el cuerpo dolorido como si hubieran jugado conmigo al fútbol. Moratones hasta el carnet de conducir. Una contractura en el cuello tan contracturada, valga la redundancia, que hubiera detenido un proyectil del calibre 5,56mm (parabellum).

2.- La caída de lavadora, que ya conté unos párrafos más arriba, ocupa este puesto del ranking. No tanto por lo aparatoso, ya que fue una caída bastante tonta, pero sí por lo doloroso y por el enorme moratón y las semanas de andar como si me hubieran fabricado una cadera de madera.

Y en lo más alto del ranking, el esperado, el más espectacular, el más acongojante piñazo que me he dado en mi vida. Si no mal recuerdo.

1.- Por los campos circundantes del pueblo donde crecí, cerca de un pueblo dejado de la mano de Díos, en el culo del mundo, mucho más allá "del quinto carajo" (a la izquierda) en una zona llena de carreteras rectas y de pronunciadas cuestas, y como no, en bicicleta.

No recuerdo si el "incidente" del reventón ya me había pasado, pero realmente tiene delito que me pasara dos veces algo parecido.

Debíamos ser cuatro o cinco "genios", un estupendo grupúsculo de aspirantes al Premio Nobel al ciclista adolescente más tonto (y temerario) de la Región de Murcia, cuatro o cinco pimpollos que, con el culo-en-pompa y la nariz a la altura del manillar, para ganar aerodinámica, tratábamos, una tarde de verano,  de romper algún record de velocidad-supersónica, sin tener en cuenta de que los coches circulaban por aquellas carreteras alegremente, a falta de semáforos, señales de tráfico, neuronas y otras formas de control de la velocidad.

Desde luego si aquellas bicicletas de montaña hubieran llevado alas, habríamos salido volando.

El cruce con cierta... visibilidad limitada que teníamos marcada como meta, tras cerca de cuatrocientos o quinientos metros de bajada-en-picado, se acercaba endiabladamente rápido, pero aquella tarde no debía estar muy en forma, ya que iba en última posición.

El sol ya estaba cerca de su ocaso y los últimos rayos nos pillaban de frente.  

Poniéndome en el lugar del conductor del coche que se acercaba tranquilamente, que se debío llevar el susto de su vida, yo me hubiera acordado de todos y cada uno de nosotros (y de nuestras respectivas madres).

Estábamos acabando el descenso, íbamos muy cerca los unos de los otros, y el primero llegó al cruce, milésimas de segundo el segundo, el tercero... el coche frenó y se quedó detenido en medio del cruce. Faltó poco que le tocara al primero que pasó. Mi reacción fué intentar bordear el coche por detrás, pero con la velocidad, en lugar de esquivarlo impacté contra la puerta trasera.

Mi ángel de la guarda, ese día, debío pedir el traslado, aunque una vez más me salvó.

Las ventanillas del coche estaban bajadas. La posición aerodinámica me permitió pasar, milagrosamente y literamente volando através de las ventanillas del coche sin apenas hacerme nada. Salvo una zapatilla que se quedó dentro al golpear con el talón la ventana de salida, pasé limpiamente y caí al otro lado del coche, en el arcén lleno de barro. El planchazo fué espectacular y doloroso. No me rompí nada pero, una vez más, hice trizas la camiseta, me llené de pequeños arañazos y rasguños y me dolieron las costillas durante semanas.

Creo que fué la última vez que permití a mi bicicleta pasar de los diez kilómetros por hora y, durante mucho tiempo, dejé de salir con mis compañeros de aventuras, lo que debío agradecer mi ángel de la guarda.





1 comentario:

  1. Hola, Luis, soy Sergii. Tu eres un inmortal :) Mi parece que mas impresionantes son historias №4 y №1 - son buenos para hacer pelicula de agente 007 (continuacion de "Casino Royal"). Bravo! Menos mas que has sobrevivido y estas en forma! Tus angeles de guardia son de oro.

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