lunes, 14 de enero de 2013

Baúl de recuerdos.

Un comentario de uno de "mis lectores" me ha recordado, que en otro tiempo, me gustaba escribir otro tipo de historias, muy distintas de la temática en la que me centro hoy día.

Tras bucear en mis archivos, (y sonrojarme por alguno de mis hallazgos) rescato un fragmento de un proyecto inacabado, a ver que os parece. Espero vuestros comentarios.

Dice así:


En aquella oscura noche sin luna, el cielo estrellado era testigo de una frenética cacería.

El frescor del aire, en esa aislada cordillera, comenzaba a tener el efecto de cuchillos en los pulmones de Sonia, la presa, que desde hacía más de tres kilómetros, corría a todo lo que daban sus jóvenes piernas, tratando de huir de cuatro hombres adultos que trataban de darle alcance, carrera que iba perdiendo metro a metro, ya sus perseguidores le arañaban medio metro a la distancia que les separaba con cada zancada.

Gemía de dolor y terror, el cual la tenía bloqueada y le impedía cualquier reacción lógica, cualquier razonamiento que podría ayudarla a ponerse a salvo, de modo que únicamente prevalecía su instinto de supervivencia que le gritaba que corriera, que corriera lo más rápido posible, lo más lejos posible, esperando un milagro que la salvara, milagro que no iba a llegar.

Sus movimientos en zigzag, tratando de no tropezar con cualquier rama, piedra o desnivel del terreno, campo a través, no hacían si no aumentar la distancia que recorría en relación con sus cuatro perseguidores, expertos en la caza, que se iban abriendo en abanico para controlar la dirección que tomaba la asustada niña, a la que ya casi habían acorralado.

Con solo diecisiete años empezaba a flaquear, estaba llegando al límite de su resistencia, y empezaba a comprender que su vida no iría mucho más allá de aquella maldita noche.

A pesar de todo, no podía arrepentírse de sus acciones. Había demostrando un valor, que ese momento nadie hubiera sido capaz de esperar, igualar, ni mucho menos superar.

Tenía las piernas llenas de cortes que iban salpicando allá por donde pasaba. Perlas de sudor impregnaban su cara y crecían hasta convertirse en torrentes que llegaban hasta el suelo. El inconfundible olor del miedo, adrenalina y sangre, dejaban un rastro imposible de perder, rastro que guiaba a sus perseguidores, los poseía y los empujaba directamente hacia ella.

Las cuatro sombras ya la tenían casi a su alcance. Estaban a penas a unos metros. Era cuestión de segundos que la detuvieran y llevaran a cabo, con la mayor eficiencia, su trabajo de exterminar a la ladrona, la última que osó entrar en el salón del trono y llevarse la más preciada joya que allí se guardaba.

Un dolor lacerante la hizo caer brutalmente, estrellando su liviano cuerpo contra el duro suelo e infligiéndole heridas que la dejaron sin aliento, que la hicieron retorcerse como la hoja de un árbol en otoño. 
El frescor del suelo, húmedo por la escarcha, contrastaba con el calor que emanaba su piel y había terminado empapado hasta su ropa interior.

Las sienes le iban a reventar bajo los salvajes latidos de su corazón, que imploraba un momento de paz. Estaba aterrada, paralizada por el miedo, a pesar de ya no notar el dolor por la daga que había rasgado hasta el músculo de su pantorrila izquierda, de pronto, en su campo de visión entraron los perseguidores.

Sus ojos emitían un brillo maléfico en la oscuridad. El sonido de sus respiraciones guturales, aceleradas, recordaban al de un animal en plena cacería, resonando como un gruñido sordo en la noche. Sus siluetas emitían un fulgor rojo que contrastaba con el negro del cielo, sin embargo su sombra era más oscura que el más profundo agujero que pudiera encontrarse en el cielo o la tierra.

Era su final. Siempre había temido al dolor en el momento de su muerte, era curioso que después de tanto sufrimiento, esperando ese momento, descubriera que tras dos o tres salvajes estoques de espada ya no sintiera dolor, herida de muerte como estaba.

De pronto sintió paz, casi podría decirse felicidad. Amor en su más amplio sentido, no por aquellos salvajes, llegados desde el inframundo para poner fín a su existencia, si no amor por sus padres, por sus amigos, por todos aquellos que la había ayudado alguna vez. Amor por una vida que se le escapaba a borbotones.
Cerró los ojos, a pesar de ello seguía viendo desde cada vez más altura. Contempló la escena de su asesinato, pudo, porque ya había abandonado aquel cuerpo, que en pocos segundos yacería inerte bajo las estrellas y aun anteponía las manos a los golpes, puñaladas y toda clase crueles acciones sobre el cuerpo vacío.

Ya sólo tuvo un momento de pavor cuando los cuatro, olvidándose de su cuerpo comenzaron a mirar hacía arriba en su dirección, siguiendo su trayectoria. Pudo sentir con toda claridad, el odio que irradiaban sus miradas, rabiaban al comprobar que su alma inmortal se escapaba y que su cuerpo ya no sufría.
Había fallecido en medio de la misión más importante de su joven vida, misión que no volvería a asignarse hasta que apareciera un ser capaz de llevarla acabo aunque, por lo pronto, ese ser aun no había nacido.

El cielo lloró por Sonia y un fulgor blanco, aparecido de la nada, evitó que la cacería se extendiera más allá de la faz de la tierra, hiriendo levemente a los cazadores que se dieron a la fuga.

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